Volta para a capa
Grandes entrevistas

 

Jean-Marie Gustave Le Clézio

   Entrevista realizado por Juan Pablo Bertazza, publicada no site https://aquevedo.wordpress.com em 10/12/2008.

Toda la semana pasada estuvo atravesada –además de por Wall Street– por una polémica alrededor del Nobel de Literatura. Uno de los académicos suecos le bajó el pulgar públicamente a la literatura norteamericana y ensalzó la europea. Periodistas y críticos norteamericanos salieron al cruce. Y el jueves, se anunció que el ganador era el francés Jean-Marie Gustave Le Clézio. Sin embargo, en esta entrevista exclusiva e inédita que Radar le hizo el año pasado, el mismo Le Clézio se confiesa ajeno y cansado de la literatura europea y devoto fiel de la norteamericana (entre otros temas, que incluyen a Borges, su infancia, su vida con los africanos, su visión del mundo y los libros).

Además del orden previo que, se supone, deben seguir en cada entrevista, las preguntas se podrían jerarquizar de acuerdo con el nivel de ansiedad que genera el hecho de hacerlas. En el caso de esta entrevista a Jean-Marie Gustave Le Clézio, realizada el año pasado durante su paso por nuestra Feria del Libro, la primera pregunta que se impuso ni bien Le Clézio saludara gentilmente (con un buen español, sólo a veces respaldado por alguna que otra palabra en francés), tuvo que ver con la supuesta muerte de la novela francesa. Por esos días, abundaban en los tabloides parisienses ensayos y artículos, tanto de críticos como de
periodistas especializados, que se regodeaban con la idea de que el vuelco hacia lo autobiográfico (es decir, l’autofiction) que había tomado la literatura francesa no era otra cosa que un coma dépassé, es decir, la consecuencia lógica de esa muerte cerebral que, según ellos, fue la extinción de la llamada nueva novela. La muerte irreversible de la literatura comprometida con la sociedad.

–No estoy para nada de acuerdo con ellos. Pero, antes que nada, te diría que se equivocan en decir “la novela francesa”. Uno debería hablar de la novela en idioma francés: en Africa del Norte, en el Líbano, en Vietnam y en Canadá está muy viva la literatura, hay sangre nueva. Yo provengo de una sociedad muy pequeña, la de Isla Mauricio, que tiene su propia literatura de lengua francesa y también está muy viva. Podría decir que un 10% de sus habitantes son escritores, y hay gran cantidad de premios y becas para asistirlos. En Francia puede ser que ya esté superada la novela, pero creo que hay que sobrepasar la idea de nación. Con respecto al Nouveau Roman fue novedoso un tiempo, ahora ya no. Y desconfío mucho de las escuelas literarias, creo que son artificiales y que no responden a nada. Las únicas escuelas literarias que duraron un poco más fueron motivadas por ideas políticas, como en la época de Gramsci. Había escritores, artistas y cineastas agrupados alrededor de la figura de Gramsci porque entendían que el arte o la literatura podía ser la expresión de una minoría oprimida. Pero las escuelas que se fundan sobre definiciones de literatura terminan siendo muy parecidas a los partidos políticos, sólo que sin el alcance humanista.

Teniendo en cuenta la forma en que fuiste elaborando episodios de tu vida en El africano, ¿cuál es el límite que no debe pasar lo autobiográfico para preservar su condición de ficción?

–Es una pregunta muy difícil, y te puedo responder desde mi experiencia nada más: yo, personalmente, considero la literatura como acción más que como reflexión, me dedico más a relatar el progreso de la acción que la conciencia en sí misma, lo cual es una forma de quedarse en la ficción y no pasar a la autobiografía en el sentido más llano de la palabra. Creo que la ficción tiene que ver con la conciencia de uno mismo pero, al mismo tiempo, y por eso es tan compleja y hermosa, es la manera de escapar al peligro de enamorarse de uno mismo. A diferencia de la autobiografía, la ficción da más lugar al otro. El otro no es el infierno como decía Sartre, el otro es el paraíso; en todo caso, es uno mismo el que podría ser el infierno. En El africano, en particular, el tema es el descubrimiento de las sensaciones, del lenguaje, del acceso a la conciencia más que los acontecimientos en sí mismos o las particularidades de “mi” conciencia.

¿Cuáles son las virtudes indispensables que debe tener un escritor?

–Es muy fácil decirlo y muy difícil ponerlo en práctica: buena memoria y capacidad para escuchar a los otros.

¿Creés que la novela francesa o, como vos decís, la novela de Francia. peca mucho de autobiográfica?

–Sí, es más, te diría directamente que la novela francesa no es autobiográfica sino autoerótica, hay una especie de encerramiento en el autoerotismo, como si no existiera el otro sino únicamente la persona que habla, y eso es una falta, un problema.

INFLUENCIAS PELIGROSAS

Aunque reconociendo cierto grado de malicia, es difícil no relacionar ese hartazgo de Le Clézio por la literatura europea con las palabras de Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, que dijo que “la literatura norteamericana es insular, ignorante y aislada, incapaz de participar en el gran diálogo de la literatura”, todo lo contrario de la literatura europea que, según él, “sigue estando en el centro del universo literario mundial”. Esa frase, que los rebuscados de siempre llegaron a interpretar como una maniobra encubridora para terminar premiando a un Philip Roth o a un DeLillo, generó que en Estados Unidos sacaran por un rato los ojos de Wall Street para dedicarle a Engdahl una serie de contraataques, hay que decirlo, un tanto desmañados. Así, David Remnick, director de la revista The New Yorker, salió a decir que “sería deseable que el secretario permanente de una Academia que pretende ser sabia pero que históricamente ha pasado por alto a Proust, Joyce y Nabokov, por mencionar sólo a algunos de los que no obtuvieron el Nobel, nos ahorrara lecturas categóricas”; mientras que Harold Haugenbraum, director ejecutivo de la fundación que otorga los National Book Awards, respondió que “ese tipo de comentarios me hace pensar que ha leído muy
pocos libros al margen de lo conocido y que tiene una visión muy estrecha de lo que significa hoy la literatura”.

Lo curioso es, en primer lugar, que las declaraciones de Engdahl no dejan de parecerse a las de aquellos críticos franceses que auguraban la muerte de la literatura de su país, como si hubiera una necesidad generalizada entre los críticos y compañía de disfrazarse con frecuencia de resignados médicos de terapia intensiva. Pero más allá de que para muchos el Nobel a Le Clézio provoque bastante más acuerdo que el de fiascos como Elfriede Jelinek y Orhan Pamuk, lo que más llama la atención de todo esto es que la Academia Sueca termine premiando a un escritor que no sólo dice estar harto del estereotipo del escritor europeo sino que incluso confiesa haber tenido como gran referente a “casi toda la literatura norteamericana”.

¿Qué escritores influyeron más en tu obra?

–Bueno, cuando tenía veintipocos mi autor preferido era Salinger, especialmente El guardián entre el centeno porque es increíble cómo él, a los treinta años, entró en la piel de un adolescente de quince, es algo mágico. Estaba tan apasionado con Salinger que me inicié en el boxeo porque mi partenaire se parecía mucho a él, por lo menos en comparación con los pocos retratos que vi. Además, empecé a boxear porque Salinger quería golpear a Hemingway que también era boxeador. A mí tampoco me gusta Hemingway. Más adelante en el tiempo, justamente en la época del Nouveau Roman de la que hablábamos antes, había para mí una oposición total entre Salinger y casi toda la literatura estadounidense y lo que se hacía en Francia, Alemania, Italia y España, que era herencia de Joyce pero sin el humor de Joyce, que es igual que Kafka: cáustico, agresivo y brillante; todas cosas que la nueva novela nunca tuvo. Es gracioso porque muchos dicen que el Nouveau Roman fue una gran influencia para mí, pero la verdad es que su literatura siempre me pareció pesada y difícil de leer. Es para universitarios, especialistas, con texto, contratexto, intertexto, todas esas cosas. Salinger, en cambio, era un hombre vivo. El vivía, probablemente, como yo a través de sus escritos, pero vivía, y además lo quería golpear a Hemingway… (risas)

Digamos que, en tu literatura, cambiás todo eso que decís que tenía el Nouveau Roman por los collages, cuando incluís fotos y mapas…

–Sí, claro, es el gusto por los libros con ilustraciones. Me gusta la tipografía, me gusta todo lo que se puede encerrar en ese cubículo, no únicamente palabras. Alguna vez me gustaría poner hierbas, colores fosforescentes y hojas, como los diarios íntimos de las señoritas de antes.

Ya que hablamos de mezclas, ¿por qué será que hasta ahora ninguna de tus novelas fue llevada al cine?

–La verdad es que no lo sé. Pero yo sí traté dos veces de hacer películas. La primera vez, a los veintitrés años. Era un guión que hice de manera muy seria pero fracasó por falta de dinero. Yo no soy para nada obstinado, cuando hay una dificultad, enseguida dejo. La segunda tentativa fue con Robert Bresson, que me pidió una adaptación de La grand vie, una novelita mía que cuenta la historia de dos muchachitas que andan por las carreteras y viven mucha libertad durante un tiempo muy corto, y fracasó porque él tenía ya como ochenta años, casi no se podía mover. Los productores, que suelen ser muy malos, le decían: “Señor, usted se va a morir al año siguiente”. Entonces, pese a que me gusta mucho el cine, decidí no hacerla. Ahora está publicándose en París un libro mío sobre cine para celebrar el 60º aniversario del Festival de Cannes, 180 páginas donde hablo de mi amor por el cine, sobre todo por el cine japonés y sobre sobre todo por Kurosawa.

Y en cuanto a la influencia latinoamericana en tu literatura

–Iba a eso. Por último, y tarde, me llegó la influencia de la novela rusa y de la literatura de América latina, sobre todo de Rulfo.

Tu última novela, Urania, tiene varias coincidencias con el realismo mágico…

–Sí, el lugar está muy cerca de donde vivió Rulfo, el geógrafo de la novela está a solo 100 km de ahí cuando, en autobús, pasa por todos los lugares que desarrolla Pedro Páramo. La verdad es que no fue casualidad, es una especie de rendición de cuentas o, quiero decir, de homenaje, pero esa palabra también me resulta demasiado seria. Mi intención fue que esa coincidencia con el realismo mágico fuera múltiple: geográfica, histórica y estética.

¿Por qué en Urania los títulos de cada capítulo están enganchados con la última frase de los precedentes?

–Eso es un homenaje a las técnicas que, en sus libros, usaba Don Luis González, historiador y director del colegio de Michoacán donde he trabajado. Es el modelo de lo que escribo sobre el emporio de Urania, era un colegio ideal para escritores, una torre de marfil. Don Luis González, que es el fundador de la Microhistoria, escribió un ensayo fabuloso llamado Pueblo en vilo que no hay que dejar de leer.

ESCRIBIR SU VIDA Y VIVIR SU ESCRITURA

El leitmotiv de la literatura de Le Clézio es también una gran contradicción: la vida y/o la escritura o viceversa. Un dilema, un estrecho callejón tan inherente a los escritores que serviría para hacer la caracterización de buena parte de la historia de la literatura. Una contradicción –esa de vivir a través de los libros pero, a la vez, reconocer que para escribir es necesario vivir– que Le Clézio se encarga de poner en cuestión y dar vuelta para finalmente volver a rendirse ante ella, como si la llevara a un extremo tal de complejidad que resulta imposible evitar un dolor de cabeza. Lo paradójico, en todo caso, es cómo un hombre que reniega tanto de la figura estereotipada del escritor sesudo, corporativo y libresco, logre imponer con su estampa una idea tan cabal y genuina de escritor.

Vos llevás publicados casi medio centenar de libros. Si mirás hacia atrás en tu trayectoria, por ejemplo, volviendo a tu primera novela, ¿es posible detectar alguna semejanza entre aquellos tiempos y los de ahora?

–Yo creo que sí se pueden llegar a comparar mi último y mi primer libro. Con la única pero importante diferencia de que yo, en mi niñez, escribía sin la idea de publicar, para mí y, a lo sumo, para darle a leer a mi madre, o a mi hermano o a mis primas. No tenía la idea de una difusión, no pensaba que escribir significara ser público, lo cual descubrí dando mi primera novela a la editorial. Si lo hice era porque consideraba que ya había llegado el momento de salir de mi cáscara, de ir hacia el mundo, de salir de mi soledad y mi encierro. Y el punto común de toda mi obra creo que es la soledad, porque cuando uno escribe se siente muy solo. Es una actividad, un acto que tiene que ver con la necesidad de comunicar, con el humanismo seguramente. Como te decía antes, no creo en la literatura con mensaje, con justificación, pero sí creo en la literatura que es un grito, una llamada a los otros. El escritor recibe tanto como da, para él es esencial ser leído, sería trágico escribir en una cárcel, por ejemplo. El porcentaje de mi vida solitaria es del 80%, quiero decir, no tengo vida. Vivo por intermedio de mis libros. Mi vida está más en mis libros que en mis propias acciones.

Por lo general, la literatura francesa se movió en grupos. ¿Qué ventajas y desventajas te dio en tu carrera el hecho de ser un escritor aislado?

–No puedo medir las ventajas pero sí decirte que los inconvenientes son livianos: sólo los que uno tiene cuando se queda afuera de un club, nada más que eso. Es cierto que en Francia, hace un tiempo, fue muy importante pertenecer a un club de escritores, ahora creo que menos, y los clubes franceses nunca tuvieron el humor de los clubes ingleses, donde la ley absoluta suele ser, justamente, no hablar de literatura.

Perdón, me sumo al club francés: ¿leés literatura argentina? ¿La considerás semejante a la literatura francesa, como suele decirse? (Risas)

–Conozco poco de los clásicos argentinos; aunque sí a Borges que, para mí, no es un clásico sino el típico argentino, con ese espíritu tan gauchesco, capaz de hablar de la violencia de la calle, de la violencia del mundo y, a la vez, con ese refinamiento muy argentino que proviene de Inglaterra, Francia y España. Lo único que faltó acá fue el acceso a la cultura indígena, no sé si pensarlo como una falta o como otra manera de ser que tienen ustedes. En Latinoamérica hay varias fases. En Bolivia, por ejemplo, el pluriculturalismo es mucho más importante. La Pampa con su violencia resulta una especie de Far West de Estados Unidos. Yo no veo tantas similitudes entre Argentina y Francia. Acá veo más elegancia y también esa típica amargura de la cultura criolla. Incluso hay humor, se ve que la literatura de acá no es totalmente dramática, hay algo de juego. Pero lo que más me interesa de ustedes es que noto algo así como un espejo, es como si los argentinos llevaran permanentemente un espejo, la gente se imita a sí misma, hace algo y lo exagera, lo sobreactúa como si tuviera un espejo deformador. Supongo que es una forma un tanto extraña de ser consciente y, al mismo tiempo, reírse de uno mismo. Borges es típico en cuanto a eso: es alguien que sabe muy bien exagerar, plantear acciones dramáticas y, a la vez, creíbles. Por eso fascinó a Europa, porque en Borges los europeos encontraban una imagen de sí mismos similar, muy similar pero, a la vez, exagerada.

Hablando de Borges, a él se le adjudicó, entre otras de sus exageraciones, confesar que había cometido el peor de los pecados: no ser feliz. ¿Cuál es tu peor defecto?

–Ser incompleto, no sé nada de ciencias, ni puedo entender un problema simple de álgebra, lo cual me serviría muchísimo para escribir. Antes había más autores competentes en matemática y música. Pero creo que mi peor falta, como la de casi todos los franceses, es que no sé bailar. Eso es una falta muy grave. Me imagino que Borges bailaba muy bien…

Tengo mis dudas…

–Mirá, el otro día estaba en un restaurante de La Boca y había un señor comiendo, muy correcto él y muy bien vestido. En el escenario un muchacho cantaba de manera espantosa. Entonces, el señor subió al escenario y se puso a cantar con el joven, y la verdad es que resultó tener una voz muy linda. Me conmovió eso. Es algo único en el mundo que
ustedes no valoran lo suficiente porque en la Argentina si alguien canta bien todos lo aplauden, aunque estuviera poco antes comiendo en una mesa y no estuviera en los planes de nadie que pudiera cantar. El problema de la cultura europea es que estuvimos mucho tiempo encerrados en sarcófagos. Los escritores sólo tenían o teníamos o seguimos teniendo una etiqueta que dice escritores y sólo eso implica que
ninguno de nosotros pueda cantar, bailar, ni cortar leña; por eso yo me
fui de Europa: para cambiar de piel.

Volviendo al tentador pecado de leer esta entrevista a Le Clézio a la luz de su Premio Nobel, si dejáramos volar por un instante la imaginación y pensáramos cuál fue el elemento clave en su vida y obra que terminó de decidir a la Academia Sueca, hay uno que parece sacar una muy buena ventaja, sin lugar a dudas, el dato más farandulesco y, al mismo tiempo, exótico de este escritor: cuando en la década del ’70 vivió con algunas tribus indígenas de Panamá.

–Tan importante como la influencia de la literatura escrita fue para mí la de la literatura no escrita. Me refiero a la época en que viví con los indios, acercándome a poblaciones que están excluidas del sistema de los libros: esa manera de contar tan interesante me influyó mucho. A veces utilizo palabras y frases típicas del narrador, la manera de terminar: “el cuento se acabó”. Yo creo que el desenlace de una novela o de una historia no debe ser una mera resolución de los nudos, sino que debe darse solo, sin la idea de un hilo de tiempo lógico.

¿Fuiste a vivir entre indígenas para poder escribir mejor?

–Te diría que todo lo contrario: fui a Panamá para no escribir, para curarme de la escritura, no escribí nada por tres años, estuve viendo una vida totalmente física, yendo por los ríos, cazando, viviendo lo que en aquella época era necesario vivir, y así pude escapar de la alienación, curarme. Nunca escribí sobre eso, son tres años en blanco, de vacío mental, era como ir a un templo budista, de hecho ellos estaban muy cerca del budismo zen: vivían en casas sin objetos, sin muebles, como los japoneses, sin paredes, con techos de hojas, una vida recluida y despojada de lo material. Fue una curación también física porque me curó de varias enfermedades del estómago que es algo así como mi talón de Aquiles.

La última: ¿qué libros tuyos recomendarías para leer?

–Los tres últimos –Révolutions (2003), El africano (editado en castellano por Adriana Hidalgo en el 2004), Urania (editado por El Cuenco de Plata en el 2005)– o el próximo, porque me interesa más lo que voy a hacer que lo que ya hice. Se va a llamar Hambre, habla de la guerra, de mí mismo.

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Jean-Marie Gustave Le Clézio

Entrevista publicada no jornal ABC(es) em 23/09/2014

Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 13 de abril de 1940), Nobel de Literatura en 2008, es el más cosmopolita de los escritores franceses. Su obra y su vida se confunden desde su infancia con un diálogo muy feraz entre lenguas y culturas, europeas, americanas, asiáticas, africanas. El suyo es un testimonio excepcional para intentar comprender las crisis de angustia social que se suceden en Francia.

–Durante su adolescencia y primera juventud, usted fue un escritor angustiado, mientras Francia vivía con una cierta «alegría» y «despreocupación», a pesar de las inmensas tragedias de la época. Hoy, usted hace gala de una serenidad olímpica y sabia, mientras Francia sufre ataques de angustia nacional.

–No deja de ser divertida esa manera suya de ver las cosas. Aquella «alegría» de vivir de una Francia donde existía una cierta «douceur de vivre» también era un poco ficticia. Francia sufría una suerte de confianza excesiva. En mi caso, la guerra de Argelia también fue un motivo de angustia profunda. Angustia que compartían muchos franceses. Francia se negaba a enterrar su pasado colonial. De Gaulle deseaba guardar Argelia, para continuar en el Sahara sus experiencias nucleares. El arma nuclear, no solo francesa, y la realidad colonial, también eran motivo de angustia profunda, en una época en la que muchos franceses vivían alejados e indiferentes a la realidad trágica de los pueblos colonizados.

–Su formación cosmopolita le permitió descubrir otros mundos. Francia, por el contrario, vive muy angustiada por viejas heridas sangrantes, abiertas por aquellos años.

–Sí. La inmigración es una secuela de las tragedias de aquellos años. Francia comenzó por buscar a los inmigrantes magrebíes, para reconstruir sus ciudades. Antes hubo otras inmigraciones. Pero los italianos, los polacos, los españoles, tenían la piel blanca y eran católicos. La inmigración magrebí, africana, era y es otra cosa. Y Francia decidió enterrar esa nueva inmigración en guetos, que no han dejado de crecer para transformarse en zonas de una fealdad pavorosa, donde es muy difícil vivir con dignidad.

–Guetos inflamables, con estallidos regulares de angustia y violencia social incontrolable.

–El origen de esos guetos de inmigración sufriente viene de muy lejos. Ya había guetos de ese tipo en tiempos de Napoleón III, a mediados y finales del siglo XIX. Pero es cierto que han cobrado un dramatismo particular los últimos años. Y, en parte, los franceses sufren algo parecido a lo que usted llama angustia, por que no desean ver esa realidad dramática, que está ahí, de una fealdad pavorosa, sin igual.

–La vieja Francia rural, conservadora, con pequeños pueblos que vivían de una agricultura local, se ha convertido en una Francia donde los agricultores son minoritarios, donde los antiguos proletarios viven en la periferia de las ciudades, donde los funcionarios son mayoritarios, cuando el 30 o el 35% de los obreros votan a la extrema derecha.

–Antes que política, la crisis francesa quizá sea cultural. Una gran mayoría de franceses viven con miedo, inquietud, la nueva realidad. Y perciben al «otro», el extranjero, el inmigrante, como algo peor que un «rival». La familia Le Pen capitaliza parte de esos miedos. Con un resultado catastrófico.

–Populismos y extremas derechas son un problema europeo.

–Sin duda. Supongo que los distintos populismos y extremas derechas tienen un origen muy semejante. En el caso francés, es una tragedia.

–¿Qué hacer?

–Sarkozy lanzó hace años una idea que me pareció positiva. La «discriminación positiva». Una manera de intentar ayudar a los franceses de nuevo cuño, para intentar facilitar su integración. Me pareció una idea práctica razonable. En Francia hay franceses de muy distinto origen. La educación y la escuela me parecen la mejor manera de mejorar la calidad de la integración. Pero muchos franceses son hostiles. Hace unos días, si recuerda, la ministra de Educación fue víctima de una campaña racista. Comenzaron a circular mensajes e «informaciones» diciendo que la ministra, hija de un albañil marroquí, pretendía «imponer» la enseñanza del árabe en las escuelas francesas... Aterrada, la ministra, Najat Valloud-Belkazem, desmintió rápidamente esa información. Me pareció doblemente lamentable. Primero, me parece espantoso que la enseñanza del árabe sea presentada como una «infamia». Europa debe mucho a la lengua y la cultura árabes. No hay nada infamante en aprender o enseñar esa lengua. Segundo, me pareció igualmente lamentable que la ministra tuviese que «justificar» y desmentir ese tipo de ataques, de una bajeza ignominiosa.

–Es que usted es muy cosmopolita, desde niño. De su madre recibió la lengua y la cultura francesas. De su padre recibió la lengua y la cultura inglesas. ¿No sufrió en su infancia de ese «enfrentamiento»?

–Todo lo contrario. De mi madre recibí el amor y la lengua y la gran literatura francesa. La Francia de mi madre era muy anglófila. Yo nací en 1940. Por aquellos años, Francia vivía una etapa de anglofilia. Los franceses estaban convencidos de que los ingleses los ayudarían a combatir el nazismo y el comunismo. De mi padre recibí el amor a la lengua y la cultura inglesas. Otro inmenso patrimonio. Mi padre nos educó con severidad. Pero él había decidido vivir en Francia. Esa dualidad me fue muy útil, abriéndome muy pronto a otros mundos.

–Esa formación lo hizo sensible a otras culturas.

–Quizá. Durante la época de mi servicio militar, la guerra de Argelia tuvo para mí una importancia capital. Mis experiencias posteriores, en Asia y América, me descubrieron la importancia «práctica» de otras culturas. Sin duda, la gran cultura inglesa o francesa me dio el «background» de la gran literatura. Conrad, Proust, todo eso. Pero, a decir verdad, en América y Asia descubrí que los pequeños o grandes pueblos locales podían estar muy «atrasados» económicamente, pero podían enseñarnos muchas cosas en materia de sensibilidad moral y espiritual.

–Para Antonin Artaud, el descubrimiento de la cultura de los indios tarahumara tuvo la importancia de un viaje iniciático.

–Claro está. Todos podemos aprender leyendo y escuchando la palabra de otros pueblos, que pueden enseñarnos cosas esenciales. Quizá están atrasados en términos económicos y tecnológicos. Pero pueden enseñarnos cosas preciosas con su respeto sagrado por la naturaleza.

–Roza usted la mística y el budismo.

–Budismo... no sé. Sí he leído a grandes poetas místicos sufíes, como Rhumi.

–Hace años, hablando con Claude Lévi-Strauss, le pregunté si hoy escribiría en los mismos términos su legendario ensayo «El pensamiento salvaje» (1962), haciendo algo parecido a una apología de las culturas y civilizaciones no europeas. Él me respondió que, en nuestro tiempo, son los valores de la civilización europea los que están amenazados.

–No sé si estoy de acuerdo en ese punto con Lévi-Strauss. No sé si existe la civilización europea, que es una suerte de patchwork de culturas locales, muy diversas. Esa diversidad milenaria ha sobrevivido a inmensas catástrofes, durante siglos. Esa riqueza de la diversidad cultural me parece una fuerza inmensa. Quizá el último Lévi-Strauss era víctima del pesimismo del etnólogo, el antropólogo, que contempla el posible fin de su profesión, cuando se consume algo parecido a la «unificación» del planeta. Las lenguas y culturas locales que viven en lo que nosotros llamamos Europa han sobrevivido a inmensas catástrofes. Las percibo indestructibles.

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